
Padre José Bernardo Flórez, EP
Biografia
El P. José Bernardo Flórez, EP nació en Medellín, Colombia, el 27 de abril de 1986. Su camino en la vocación religiosa empieza el 4 de mayo de 1999, cuando ingresa en los Heraldos del Evangelio, comenzando una intensa labor de apostolado con jóvenes y realizando misiones en muchas ciudades del país.
Durante un año fue superior del Centro de Evangelización Juvenil de los Heraldos del Evangelio en la ciudad de Cali, tras lo cual regresó a la Casa de Estudios y Vida Comunitaria de los Heraldos del Evangelio en la ciudad de Medellín, para dedicarse por entero a la formación de las nuevas vocaciones y a las actividades de misión realizadas por los Heraldos en todo el país.
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“¡Abrahán, Abrahán! Toma a tu hijo único, el que tanto amas, a Isaac; ve a la región de Moria, y ofrécelo en holocausto sobre la montaña que yo te indicaré” (Gén 22, 2). Después de cien años de espera, Dios le había concedido a Abrahán un hijo, el hijo del milagro, el hijo de la promesa, el hijo de la espera: Isaac. Ahora, para probar su confianza, Dios mismo toca de nuevo a su puerta para pedirle algo absurdo: “¡Entrégame a tu hijo en sacrificio!”. Sin tardanza y con el alma dilacerada por el dolor se dirigió acompañado de su hijo al monte indicado por Dios para el sacrificio; erigió el altar, alistó la leña, ató al niño y lo puso sobre la leña. Tomó el cuchillo en sus manos y, cuando extendió su mano para degollarlo, el Ángel del Señor lo llamó desde el Cielo: “¡Abrahán, Abrahán! No pongas tu mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño. Ahora sé que temes a Dios, porque no me has negado ni siquiera a tu hijo único” (Gén 22, 12).
Un episodio similar, aunque de magnitud incomparablemente mayor, se realizaría posteriormente en el Gólgota. En este sacrificio, el mayor de toda la historia, el Abrahán sería Dios Padre, y la víctima Jesucristo nuestro Señor, Dios y hombre verdadero. A diferencia del de Abrahán, este sacrificio tuvo un trágico desenlace, pues en el Gólgota el Hijo de Dios entregó inexorablemente su vida en el patíbulo de la Cruz. Después de crueles tormentos, Jesús clavado en la Cruz exclamó: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). Y, dicho esto, expiró. La tierra tembló, el velo del templo se rasgó, las tumbas se abrieron y una densa tiniebla cubrió el orbe entero…
Dios, en su infinita bondad, quiso hacernos partícipes de tan sublime acto, y nos dejó en la Santa Misa el memorial perfecto del sacrificio del Calvario. Cada palabra, cada gesto, cada cántico que se realiza en la Celebración Eucarística nos ayudan a recordar el momento supremo en el que se dio la redención de nuestra alma, nuestra entera reconciliación con Dios.
¡Adentrémonos con fe y devoción en el estudio de la Santa Misa! ¡Grandes maravillas nos esperan!
