Doña Lucilia Corrêa de Oliveira
Un alma conforme al Corazón de Jesús:
A lo largo de la historia Dios, mediante un don infinito de su misericordia, elige almas para que se conviertan en receptáculos vivos de su amor y de sus gracias, haciéndolas extensión de su propia Persona en este mundo. Tales gracias de intimidad con el Corazón de Jesús se pueden ver en la vida de Doña Lucilia Corrêa de Oliveira, cuyos días terrenales, en la soledad de un hogar familiar, fueron marcados e inundados por los torrentes de afecto del mismo Dios.
Nacida el 22 de abril de 1876, primer sábado después de la alegría de la Pascua, Lucilia fue la segunda de cinco hijos del matrimonio Dr. Antônio Ribeiro dos Santos y Dña. Gabriela Rodrigues dos Santos, descendientes de antiguas estirpes de la aristocracia paulista.
Fue en su temprana juventud cuando Lucilia recibió de su padre la espléndida y piadosa imagen del Sagrado Corazón de Jesús, que jugaría un papel muy importante en su vida interior, acompañándola hasta su última señal de la cruz. A través de esta imagen, ella reconoció, admiró y adoró al Sagrado Corazón de Jesús, siempre extremadamente bondadoso, misericordioso, dispuesto a perdonar, ¡pero profundamente serio! Rebosante de afecto, pero nunca sonriendo; mostrando siempre una pizca de tristeza, propia de los que perciben y miden plenamente la maldad de los hombres, y sufren mucho por ello. Por eso su Sagrado Corazón está rodeado por una corona de espinas y atravesado por la lanza de Longinus. Con la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, Lucilia desarrolló aún más en su alma el deseo de hacer exclusivamente el bien. En Él estaba la fuente del enorme afecto que rebosaba en su relación con los demás. Cariño compuesto de alegría y esperanza, que contenía un grado de amistad, perdón y bondad, tan profundamente arraigado y generoso como sería difícil siquiera imaginar.
Se delineó en el interior de Lucilia, con rasgos cada vez más marcados, durante largas horas de contemplación en el silencio y la calma, intercaladas con oración vocal, una aspiración a la vida religiosa. Sin embargo, por encima de su propensión virtuosa por lo alto y lo sublime, estaba la firme determinación de cumplir la voluntad de Dios, aunque fuese a costa de restringir los buenos movimientos de su alma. Dispuesta a seguir la voz del Espíritu Santo en cualquier momento, por difícil que fuera, estaba segura de que se manifestaba muchas veces a través de los consejos u órdenes de su querido padre. Entonces, por recomendación suya, se casó con el Dr. João Paulo Corrêa de Oliveira, descendiente de una ilustre familia de Pernambuco. El evento se celebró el 15 de julio de 1906, cuando Doña Lucilia tenía 30 años. La víspera de ese día había recibido su Primera Comunión con su prometido. El Señor bendijo la casa de Lucilia con el espléndido regalo de dos hijos: Rosenda, que nació en 1907, y Plinio, que vino al mundo en 1908. A partir de entonces, la vida de la madre se fusionará materialmente con la de sus dos queridos hijos.
Educada para la vida social, meticulosa en el comportamiento, doña Lucilia les inculcó la más profunda cortesía cristiana y, al mismo tiempo, la compasión y ayuda a los necesitados. Cuando se trataba del cumplimiento del deber, su actitud era inflexible, llena de suavidad y dulzura. Insistió, sobre todo, en su formación religiosa, centrada principalmente en la caridad y el amor al Sagrado Corazón de Jesús, la Virgen Inmaculada y la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
Innumerables fueron los sufrimientos, aflicciones y dolores que impregnaron el alma de esta noble dama, especialmente durante las luchas que su hijo había pugnado por la Santa Iglesia. Todas sus pruebas, abandonos y soledades supo atravesarlos con serenidad y tranquilidad, características propias del espíritu católico.
Así, a medida que doña Lucilia se acercaba a la eternidad, sus pensamientos, sus gestos y su forma de ser se parecían cada vez más al de su “Bom Jesús”. Desde la comprensión de la bondad infinita del Corazón de Jesús hacia los hombres y, sobre todo, del profundo amor que ella le rendía, Doña Lucilia nos dejó una nueva concepción de la vida: “Vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien.”; ¡Bella y luminosa frase que invita a todos los que se acercan a ella a entrar en ese Divino Paraíso que es el Corazón de Dios mismo, inaugurando así una nueva Época Histórica!
El 21 de abril de 1968, Dios quiso llamar a esta alma predilecta de Su Corazón. En su semblante se veía la mansedumbre del alma pura, la paz de espíritu y el gozo del deber cumplido, propio de quien ya ha hecho todos los sacrificios. Había una renuncia y humildad suprema propia de quien se inmoló por completo. En cierta ocasión, para expresar con palabras el amor inefable que unía a la madre con el hijo, el Dr. Plinio comentó: “Ella era verdaderamente una mujer católica… Nadie puede imaginar el bien que me hizo… Estudié su hermosa alma con atención continua y era por esto mismo que ella me agradaba. Hasta el punto de que, si ella no fuera mi madre, sino la madre de otro, me gustaría de la misma manera y me las arreglaría para vivir junto a ella. Mamá me enseñó a amar a Nuestro Señor Jesucristo, me enseñó a amar a la Santa Iglesia Católica”.
En este ocaso de la Civilización Cristiana en la que vivimos, en el que se desmoronan todos los valores, incluso los más arraigados en el alma humana como es el amor maternal, ¿qué propósito tenía la Providencia al elevar a esta alma elegida?
Nuestro Señor Jesucristo, cuando abrió sus ojos humanos a esta tierra, quiso mirar algo que era el resumen de todas las maravillas del universo: la mirada de Nuestra Señora. Desde lo alto de la Cruz, al despedirse de esta vida, su mirada se cruzó de nuevo con la de Ella. El amor de la Santísima Virgen fue mayor, sin comparación, que el odio de los que perpetraron el deicidio.
Jesús, al nacer y al morir, quiso recibir de su Santísima Madre manifestaciones de afecto maternal, indicando así el papel que debe jugar en la formación de los hombres. Entre mirada y mirada, ¡Qué magnífico nexo! ¡Qué incomparable unión!
A partir de Nuestra Señora, las madres católicas, manteniendo las insondables proporciones que separaban a unas de otras, empezaron a tener la llamada a reflejar de alguna manera este amor tan excelso de la Madre de las madres: el amor al prójimo y el amor a Dios, es decir, la caridad.
Hacer lucir un reflejo del excelente amor maternal de la Madre de Dios… ¿No sería este el fin de la Providencia, suscitar en tantas buenas almas la saludable curiosidad por conocer a esta madre católica y modelo, que fue doña Lucilia? ¿No sería para deleite del Corazón de Jesús que esta alma escogida fuese un modelo arquetípico de todo un modo de ser, de toda obligación del espíritu, de todo equilibrio del Reino de su Santísima Madre?
En efecto, fue una de esas personas cuya existencia nos hace comprender mejor las ardientes palabras de san Pablo, en su primera Epístola a los Corintios:
“La caridad es longánime, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera.”
“La caridad jamás decae.” (1 Cor 13: 4-8).